Por Gustavo Daniel Barrios*
Eran las quince y
treinta cuando yo ya me ubiqué en el sofá de color negro, que hacía juego con
dos sillones y con los paneles color marrón muy oscuros que revestían a metro y
medio desde el zócalo, todas las paredes de la sala de estar, en comunicación
con un patio oblicuo, y oblicua la pared del living nuestro, y que más que
patio era un oasis abarrotado de plantas. Uno de los sillones, de frente a mi
sofá, era ocupado por Emilce Real, la
dueña de un caserón hispánico colonial de tipo pastoril en donde estábamos
reunidos, y que habitaban ella y su hijo menor en ese tiempo, hace catorce
años.